moriwoki
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Hola a todos.
Me he mordido la lengua hasta ahora, me he reprimido porque no creía –y aún no estoy seguro- que debiera publicarlo. Pero en continuas ocasiones se ha hecho alusión a la falta de compañerismo, a la falta de respeto, al desprecio del que hacen gala algunos tipos que conducen una moto deportiva, tan domingueros –en el sentido más peyorativo de la palabra- como eventuales usuarios de la moto. Bien, voy a subrayar una vez más que, no sólo no tengo nada que ver con ese estereotipo que se repite con demasiada frecuencia, sino que lo repudio y me avergüenza; y es más: en algunas ocasiones lo he llegado a sentir exactamente igual, desde la misma situación, en la que lo vivís vosotros.
Éste es un ejemplo de ello.
En fin: Allá va.
Hace unos meses salí con un grupo vuestro, de vuestro foro, y en esta ocasión incluso mucho más integrado que en otras porque conducía otra Harley, una Black Line. Lo cierto es que jamás voy en cabeza del grupo en vuestras salidas, siempre suelo viajar atrás porque me gusta observar a unos y otros: cómo se acoplan a la moto, por dónde trazan –si es que lo hacen- y un sinfín de detalles de la conducción… En definitiva: deformación profesional.
Aquel día hicimos un recorrido muy segmentado y al llegar el momento de volver, todos sabían más o menos por dónde hacerlo, pero, al parecer, nadie lo tenía tan claro como yo. Por eso me pidieron que encabezara el grupo de vuelta a casa.
Así lo hice. Excuso deciros que, como en otras muchas ocasiones en las que he guiado una caravana de motos, iba mirando mucho más por los espejos que al propio frente. Por eso precisamente, todavía no me explico cómo me rebasó de forma intempestiva, completamente por sorpresa, aquel sujeto de la deportiva. Pasó a escasos centímetros de mi manillar, sin mover un solo grado los suyos y, lo que más me molestó, sin ni siquiera saludar sacando el pie; es decir: como si fuese para él una miserable piedra del camino. Un instante después pensé en el susto que tuvo que dar a los chicos y chicas que me acompañaban -algunos muy principiantes- e, inevitablemente, un acceso de indignación me recorrió todo el pecho, atravesó mi garganta e incendió mi cerebro, en ese momento, con su lado latino más subrayado que nunca. Me indigné, sí, pero mucho más por mis compañeros de grupo que por mí mismo. De haber ido solo… Bueno, confieso que no descarto del todo la posibilidad de haber reaccionado en un modo parecido, pero desde luego no tan cargado de fundamento.
Reconocí la moto de inmediato, con dos Termignioni haciendo eco del mágico sonido Desmo bajo un colín recortado y ya pasado de moda:
Era una 999.
El sujeto en cuestión iba embutido en un mono Dainese negro, marcando una posición sobre la boloñesa y, sobre todo, una colocación de los pies en las estriberas que encendió aun más mi indignación y que terminó por apartar de mi cerebro la escasa racionalidad que aún le quedaba.
Quité tres marchas a la Black Line y salí tras él. No duró mucho, la verdad, esperaba otra cosa, y en la primera rápida de izquierdas ya estaba tocando sus Temignoni. A la salida de la curva, dejé que estirara el Desmo Testatretta, que se fuera, mientras yo dejaba ir a su vez el TC que conducía con su soltura natural (corre más de lo que muchos dicen y acelera más de lo que otros muchos imaginan). No me preocupaba el terreno que pudiera perder –que no fue tanto porque desde luego aquel tipo abría el gas con muy pocas ganas-, tranquilo y concentrado en la curva cerrada que se adivinaba en el fondo.
Su luz de freno, como esperaba tras su forma de abordar la rápida anterior, se encendió muy pronto, prontísimo, y entonces sí, entonces abrí todo el gas apuntando al pequeño faro de la Black Line entre los dos Termignoni. Justo cuando abría la pierna interior, pero antes de que empezara a inclinar, le metí toda la moto, la softail entera –y confieso que estuve tentado de sacarle de la trazada para forzar, aunque no hizo falta-. El tipo era francamente lento… en curva claro, para las posibilidades de aquel pepino.
Ya estaba restituida mi dignidad –y teóricamente la de mis compañeros de grupo-, pero amigo, ahora quedaba lo más complicado: ¡Había que meter la Black Line en el viraje, en aquel codo cerrado que ya tenía encima a una buena velocidad!
Miré al ápice de la curva (algo siempre fundamental), clavé los ojos sobre él y me dije: “Allí tengo que ir, tengo que ir allí como sea. Me da igual la moto que llevo y la reacción que tenga: Yo voy allí”. Tiré al interior todos los kilos que pude de mis 107, eché la cabeza exageradamente (se me salía del cuello), el codo interior buscando el suelo y tropezando con la rodilla completamente abierta, y extendí totalmente el brazo exterior encima del depósito. Ah, una nalga fuera del asiento y, por supuesto, una trazada de delineante aprovechando todo el espacio posible y sin compromiso. Me olvidé de la estrecha sección (90 mm) con la que esta moto se apoya delante. Me olvidé de que posiblemente sea una de las más descompensadas del mercado, con el zapato de no sé cuánto que monta detrás.
Bien. Después de esta experiencia, puedo dar fe de que los bajos de una softail son hiperresistentes a la fricción y doy por hecho que desde aquel día una Harley tan inmensa como clásica irrumpe como un huracán diabólico en las pesadillas del sujeto de la 999, eso sí, ni más ni menos que de la misma forma en la que adelantó a todo nuestro grupo.
¿Y ahora qué? ¿Ahora qué viene después del resarcimiento?
Uno se pregunta si esta forma irracional de reaccionar no fue más que una soberana estupidez. Desde luego que sí, y además añado que impropia de alguien que tiene un trabajo como el mío. Irracional, impropia, censurable, sí, no cabe duda. Pero me encuentro con una supina contradicción:
¡Qué cosas! Hay algunas ocasiones en las que la estupidez se convierte en el brazo armado de la dignidad.
Espero que no me lo tengáis en cuenta.
Muchas gracias.
Me he mordido la lengua hasta ahora, me he reprimido porque no creía –y aún no estoy seguro- que debiera publicarlo. Pero en continuas ocasiones se ha hecho alusión a la falta de compañerismo, a la falta de respeto, al desprecio del que hacen gala algunos tipos que conducen una moto deportiva, tan domingueros –en el sentido más peyorativo de la palabra- como eventuales usuarios de la moto. Bien, voy a subrayar una vez más que, no sólo no tengo nada que ver con ese estereotipo que se repite con demasiada frecuencia, sino que lo repudio y me avergüenza; y es más: en algunas ocasiones lo he llegado a sentir exactamente igual, desde la misma situación, en la que lo vivís vosotros.
Éste es un ejemplo de ello.
En fin: Allá va.
Hace unos meses salí con un grupo vuestro, de vuestro foro, y en esta ocasión incluso mucho más integrado que en otras porque conducía otra Harley, una Black Line. Lo cierto es que jamás voy en cabeza del grupo en vuestras salidas, siempre suelo viajar atrás porque me gusta observar a unos y otros: cómo se acoplan a la moto, por dónde trazan –si es que lo hacen- y un sinfín de detalles de la conducción… En definitiva: deformación profesional.
Aquel día hicimos un recorrido muy segmentado y al llegar el momento de volver, todos sabían más o menos por dónde hacerlo, pero, al parecer, nadie lo tenía tan claro como yo. Por eso me pidieron que encabezara el grupo de vuelta a casa.
Así lo hice. Excuso deciros que, como en otras muchas ocasiones en las que he guiado una caravana de motos, iba mirando mucho más por los espejos que al propio frente. Por eso precisamente, todavía no me explico cómo me rebasó de forma intempestiva, completamente por sorpresa, aquel sujeto de la deportiva. Pasó a escasos centímetros de mi manillar, sin mover un solo grado los suyos y, lo que más me molestó, sin ni siquiera saludar sacando el pie; es decir: como si fuese para él una miserable piedra del camino. Un instante después pensé en el susto que tuvo que dar a los chicos y chicas que me acompañaban -algunos muy principiantes- e, inevitablemente, un acceso de indignación me recorrió todo el pecho, atravesó mi garganta e incendió mi cerebro, en ese momento, con su lado latino más subrayado que nunca. Me indigné, sí, pero mucho más por mis compañeros de grupo que por mí mismo. De haber ido solo… Bueno, confieso que no descarto del todo la posibilidad de haber reaccionado en un modo parecido, pero desde luego no tan cargado de fundamento.
Reconocí la moto de inmediato, con dos Termignioni haciendo eco del mágico sonido Desmo bajo un colín recortado y ya pasado de moda:
Era una 999.
El sujeto en cuestión iba embutido en un mono Dainese negro, marcando una posición sobre la boloñesa y, sobre todo, una colocación de los pies en las estriberas que encendió aun más mi indignación y que terminó por apartar de mi cerebro la escasa racionalidad que aún le quedaba.
Quité tres marchas a la Black Line y salí tras él. No duró mucho, la verdad, esperaba otra cosa, y en la primera rápida de izquierdas ya estaba tocando sus Temignoni. A la salida de la curva, dejé que estirara el Desmo Testatretta, que se fuera, mientras yo dejaba ir a su vez el TC que conducía con su soltura natural (corre más de lo que muchos dicen y acelera más de lo que otros muchos imaginan). No me preocupaba el terreno que pudiera perder –que no fue tanto porque desde luego aquel tipo abría el gas con muy pocas ganas-, tranquilo y concentrado en la curva cerrada que se adivinaba en el fondo.
Su luz de freno, como esperaba tras su forma de abordar la rápida anterior, se encendió muy pronto, prontísimo, y entonces sí, entonces abrí todo el gas apuntando al pequeño faro de la Black Line entre los dos Termignoni. Justo cuando abría la pierna interior, pero antes de que empezara a inclinar, le metí toda la moto, la softail entera –y confieso que estuve tentado de sacarle de la trazada para forzar, aunque no hizo falta-. El tipo era francamente lento… en curva claro, para las posibilidades de aquel pepino.
Ya estaba restituida mi dignidad –y teóricamente la de mis compañeros de grupo-, pero amigo, ahora quedaba lo más complicado: ¡Había que meter la Black Line en el viraje, en aquel codo cerrado que ya tenía encima a una buena velocidad!
Miré al ápice de la curva (algo siempre fundamental), clavé los ojos sobre él y me dije: “Allí tengo que ir, tengo que ir allí como sea. Me da igual la moto que llevo y la reacción que tenga: Yo voy allí”. Tiré al interior todos los kilos que pude de mis 107, eché la cabeza exageradamente (se me salía del cuello), el codo interior buscando el suelo y tropezando con la rodilla completamente abierta, y extendí totalmente el brazo exterior encima del depósito. Ah, una nalga fuera del asiento y, por supuesto, una trazada de delineante aprovechando todo el espacio posible y sin compromiso. Me olvidé de la estrecha sección (90 mm) con la que esta moto se apoya delante. Me olvidé de que posiblemente sea una de las más descompensadas del mercado, con el zapato de no sé cuánto que monta detrás.
Bien. Después de esta experiencia, puedo dar fe de que los bajos de una softail son hiperresistentes a la fricción y doy por hecho que desde aquel día una Harley tan inmensa como clásica irrumpe como un huracán diabólico en las pesadillas del sujeto de la 999, eso sí, ni más ni menos que de la misma forma en la que adelantó a todo nuestro grupo.
¿Y ahora qué? ¿Ahora qué viene después del resarcimiento?
Uno se pregunta si esta forma irracional de reaccionar no fue más que una soberana estupidez. Desde luego que sí, y además añado que impropia de alguien que tiene un trabajo como el mío. Irracional, impropia, censurable, sí, no cabe duda. Pero me encuentro con una supina contradicción:
¡Qué cosas! Hay algunas ocasiones en las que la estupidez se convierte en el brazo armado de la dignidad.
Espero que no me lo tengáis en cuenta.
Muchas gracias.