Pienso que el editorial no trata de justificar el sonido, el ruido en exceso que pueda hacer una moto. Yo, al menos, no lo veo así.
Mi moto de calle lleva escapes de estricta serie y, es más, en ese modelo particular (Yamaha FJ 1200) me gusta, me resulta placentero que sea silenciosa (es sólo una cuestión de gustos). Aparte de ella -para el que no me conoce- todas las motos que conduzco son objeto de mi trabajo en Super7. Se trata de unidades de prensa y, por tanto, en su mayoría montan escapes de serie, o a lo sumo alguno como extra homologado (las menos). He conducido motos, sin embargo, con los escapes bastantes abiertos y, palabra y sin meterme con nadie, yo, particularmente, no me siento nada cómodo. Me refiero a cuando he conducido estas motos por la ciudad, especialmente, como es lógico, a ciertas horas, en calles estrechas, zonas residenciales. No digo nada ya, si paso junto a un hospital, frente a un colegio, o por la puerta de una residencia geriátrica, por ejemplo.
Soy plenamente consciente de que vivimos en comunidad y trato, en la medida de lo posible, de ser consecuente con ello. El ruido va está claro que va en contra de esa convivencia.
Insisto en que es un parecer mío, particular, que aplico a mí mismo y que no pretendo, en absoluto, extender a los demás, ni criticar, ni muchísimo menos, al que actúa de otro modo. Hay problemas infinitamente más importantes que ése.
Sin embargo, la permisividad, la tolerancia con que los oídos urbanos asumen un buen número de ruidos, no deja de llamar la atención cuando tradicionalmente se apunta con el dedo acusador al motorista como un proscrito.
Pase que compresores, percutores, radiales, dumpers, cortacésped, sopla-hojas son herramientas de trabajo puestas al servicio de la comunidad o parte de la comunidad, y que tengan otra manera de contemplarse frente al motorista que de forma lúdica se traslada haciendo ruido.
Pero lo que no puede tener la misma contemplación que esa maquinaria pública es el exhibicionista con tres mil watios dentro del coche, que lleva las 4 ventanillas bajadas para que llegue a oídos de todo el mundo, para que incluso tiemblen los tabiques de las casas con el ruido que exhibe como su signo de identidad; no puede ser lo mismo el escape del tuning, retuning y ultratuning, no puede ser lo mismo el taladro y el martillo de un loco del bricolage que amina cada dominical mañana, durante todo el año, al vecindario; los alaridos estivales, -invernales también- en plena noche de jóvenes poseídos por el estupefaciente puesto de moda, de efecto tan burdo como sintético es su origen; berridos de borrachos en su aberrante discusión; tocapalmas de madrugada, cantores fuera de cualquier partitura y las terrazas... ya ha definido Jalova a muchas de ellas (no todas tienen por qué tender al escándalo para entenderse).
El rasero parece ser uno para toda esa estridente amalgama que forma el clima sonoro de una ciudad, una amalgama cuyo armonía parece romper siempre el escape del jodido motorista.