moriwoki
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Sí, me acordé, claro que me acordé. Además, es tan largo el protocolo de la salida, que llegar a hacerse eterno manteniendo la tensión imprescindible para no perder la concentración.
Pero hubo otro momento para vosotros.
Éste:
Acababa de pasar una hora de carrera, entré una vez más en la larga recta de atrás, donde alcanzas unos 250 por hora justo antes de quitar 4 marchas y dejar la moto seca para entrar en el ángulo más cerrado de todo el trazado. Le había ido alcanzando a lo largo de toda la vuelta y al encarar la recta, reconocí enseguida la moto que pilotaba. Colín recortado y puntiagudo bajo el que se cerraban dos escapes elevados apuntando hacia el cielo del desierto más cinematográfico de la historia, el almeriense; efectivamente, se trataba de una Yamaha R-1 de última generación: Motor Pulse a 180º, kit Akrapovic y el Dunlop Gomone rodando como una diabólica centrifugadora. Una moto potentísima, a la que apenas podía aguantar el rebufo con la KTM.
Respiré, respiré, pegado a su colín; consulté la temperatura del motor: 79º. Perfecto. Y esperé a que apareciera un breve camino a la izquierda, que mis amigos me habían dado como referencia (mejor que los carteles de los hectómetros), para hacer una frenada contundente, justo en el límite.
Me embosqué detrás de la R-1, y cuando vi que su piloto levantaba la chepa, aguardé unos metros más metido detrás de mi cúpula. Me coloqué a su derecha, en paralelo, y entonces me vio. Sentí con el rabillo del ojo cómo se disponía a disputarme la frenada. Sin embargo le resultó inútil, no aguantó la llegada del caminito y tiró de freno.
Pero, amigos, ahora llegaba para mí la hora de la verdad. Sí, es justo en ese momento en el que ves cómo la cristalera de la cafetería, que aparecía en el fondo, se te echa encima y sientes que vas irrumpir como un misil dentro del comedor preparando una escabechina de mesas, vasos y platos. Me erguí todo lo alto que soy -un freno extra que paga un alto precio en otras circunstancias-, corté gas y tiré de la maneta de freno con los dos dedos. Embrague, una menos, embrague, otra, otra y otra, mientras sentía cómo me arrancaban los hombros del tronco y también cómo el trasero quedaba ingrávido y oscilando ligeramente a la izquierda con la rueda trasera en vilo. ¡Qué mágico equilibrio y qué coste -brutal- físico que tiene!
MIré al vértice del ángulo (ya sabéis dónde hay que mirar, ¿verdad?) apuntado la RC-8 R hacia él. Solté el freno y me tiré, literalmente, a por la pintura del piano. Pasé por encima con la rodilla metida contra moto y sintiendo la punta de la bota rozando el asfalto. Sujeté la moto contra el interior y abrí gas, abrí gas a fondo para encarar la rápida que te deja en bandeja la línea de meta.
Fue en ese momento, en el de abrir gas, cuando sentí cómo se me erizaba todo el espinazo y me llegaba la vibración hasta la punta de los dedos. Sí, es la eléctrica sensación, la crispante emoción de las carreras, que te atraviesa el cuerpo llenándolo de una insólita energía vital. Y sí, fue en ese momento, en ese preciso instante en el que esa bendita descarga diabólica me cruzaba el cuerpo cuando me acordé de mis amigos harlystas.
Lo prometido es deuda.
Os lo brindé desde el corazón.
Un abrazo.
UN SALUDO EN UN MOMENTO MUY ESPECIAL PARA MIS AMIGOS
Pero hubo otro momento para vosotros.
Éste:
Acababa de pasar una hora de carrera, entré una vez más en la larga recta de atrás, donde alcanzas unos 250 por hora justo antes de quitar 4 marchas y dejar la moto seca para entrar en el ángulo más cerrado de todo el trazado. Le había ido alcanzando a lo largo de toda la vuelta y al encarar la recta, reconocí enseguida la moto que pilotaba. Colín recortado y puntiagudo bajo el que se cerraban dos escapes elevados apuntando hacia el cielo del desierto más cinematográfico de la historia, el almeriense; efectivamente, se trataba de una Yamaha R-1 de última generación: Motor Pulse a 180º, kit Akrapovic y el Dunlop Gomone rodando como una diabólica centrifugadora. Una moto potentísima, a la que apenas podía aguantar el rebufo con la KTM.
Respiré, respiré, pegado a su colín; consulté la temperatura del motor: 79º. Perfecto. Y esperé a que apareciera un breve camino a la izquierda, que mis amigos me habían dado como referencia (mejor que los carteles de los hectómetros), para hacer una frenada contundente, justo en el límite.
Me embosqué detrás de la R-1, y cuando vi que su piloto levantaba la chepa, aguardé unos metros más metido detrás de mi cúpula. Me coloqué a su derecha, en paralelo, y entonces me vio. Sentí con el rabillo del ojo cómo se disponía a disputarme la frenada. Sin embargo le resultó inútil, no aguantó la llegada del caminito y tiró de freno.
Pero, amigos, ahora llegaba para mí la hora de la verdad. Sí, es justo en ese momento en el que ves cómo la cristalera de la cafetería, que aparecía en el fondo, se te echa encima y sientes que vas irrumpir como un misil dentro del comedor preparando una escabechina de mesas, vasos y platos. Me erguí todo lo alto que soy -un freno extra que paga un alto precio en otras circunstancias-, corté gas y tiré de la maneta de freno con los dos dedos. Embrague, una menos, embrague, otra, otra y otra, mientras sentía cómo me arrancaban los hombros del tronco y también cómo el trasero quedaba ingrávido y oscilando ligeramente a la izquierda con la rueda trasera en vilo. ¡Qué mágico equilibrio y qué coste -brutal- físico que tiene!
MIré al vértice del ángulo (ya sabéis dónde hay que mirar, ¿verdad?) apuntado la RC-8 R hacia él. Solté el freno y me tiré, literalmente, a por la pintura del piano. Pasé por encima con la rodilla metida contra moto y sintiendo la punta de la bota rozando el asfalto. Sujeté la moto contra el interior y abrí gas, abrí gas a fondo para encarar la rápida que te deja en bandeja la línea de meta.
Fue en ese momento, en el de abrir gas, cuando sentí cómo se me erizaba todo el espinazo y me llegaba la vibración hasta la punta de los dedos. Sí, es la eléctrica sensación, la crispante emoción de las carreras, que te atraviesa el cuerpo llenándolo de una insólita energía vital. Y sí, fue en ese momento, en ese preciso instante en el que esa bendita descarga diabólica me cruzaba el cuerpo cuando me acordé de mis amigos harlystas.
Lo prometido es deuda.
Os lo brindé desde el corazón.
Un abrazo.
UN SALUDO EN UN MOMENTO MUY ESPECIAL PARA MIS AMIGOS
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