moriwoki
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Hola a todos.
Dado que algunos de vosotros han vertido elogios y aplausos en forma de comentarios (a mi modo de ver un tanto exagerados, palabra), pues he pensado que tal vez les apeteciera invertir unos minutos en una lectura para motoristas, que, desgraciadamente, pienso, no hay demasiadas que digamos.
Espero que os resulte ameno.
Muchas gracias.
EL GRAN WILLOBY
Corría el otoño... Dejadme que recuerde el año... sí, era 1.980.
Una tarde terminé mi jornada de trabajo haciendo una entrega en la propia base de Mensajeros Radio. Al salir, di unos pasos por la acera de la calle Casanova hasta volver por la izquierda el primer chaflán, el que dobla con Rocafort. Allí encontré el frankfurt en el que se reunía lo más granado de la mensajería de entonces -la única en todo el país- rodeado además de una orla confeccionada a base de extraños personajes venidos de todas las partes de Barcelona. Una pequeña jungla entramada por una fauna variopinta que parecía cuidadosamente escogida para habitarla.
El Sangloso, anunciando su llegada con una nariz de Bergerac sobre su 500 S-2 y, por si no lo habías visto, con un almibarado acento criollo al bajarse de ella. Jordi el Facha: gabardina, Lotusse, Ray Ban y bigote de Antonio Garisa para hacer horas extra como detective de medio pelo; Carlos el Minué, de semblante hierático y Ford Escort para los domingos de mal tiempo; Álvaro el Hippie: con una coleta que sólo soltaba la mano del alcohol, un Land Rover con baca y escalera y una moto que nadie vio nunca; Jordi el buzo, parlanchín y eternamente sonriente; le llamaban El Buzo porque no bebía, se sumergía; y, en medio de aquel ramillete de folletín, él: El Willoby.
El gran Willoby…
No había visto la película. Entonces era complicado, sin vídeos ni CDs, no hablemos ya de Internet. Había oído hablar de Easy Rider y tenía una vaga idea de su relación con el mundo hippie, pero no me parecía entonces un símbolo tan emblemático de aquel movimiento como lo podía ser, por ejemplo, Hair -la ópera-rock- o las crónicas que llegaban del lejano festival de la isla de Way.
Willoby me habló de la idiosincrasia de esta película, del mensaje errante y vagabundo que transmitía sin el más mínimo ápice peyorativo. También me habló de cómo la película mostraba permanentemente el valor de la amistad en su estado más puro: Una amistad gratuita y espontánea, sin razones ni intereses, sin ni siquiera vínculos ni roces. El concepto de la amistad entre dos seres humanos por la simple razón de que sus caminos se han encontrado en un punto y después se vuelven a separar, tal vez para siempre. La propia existencia de Willoby era como un camino sin origen y sin otro fin que transitar por la vida para disfrutarla con toda su intensidad y en toda su extensión. Un tipo sin estúpidas ataduras ni compromisos de convenio formal, sin primas ni hipotecas, sin incentivos ni penalizaciones. Willoby: Un tipo con amigos de cualquier clase y en cualquier parte.
Sí, amigos como aquel grupo de noruegos que venían cada verano desde Oslo encaramados sobre sus Haleys completamente artesanales, sin otra amortiguación bajo el trasero que la presión de su neumático de VW escarabajo y sin otra protección contra el rigor de la ruta que el delgado espumado del asiento: apenas un forro del guardabarros para separar la carne de la crudeza de la chapa. Llegaban con el culo de chicle: igual que el de un mandril. Hacían una turné por las calles del Barrio Chino, donde la estrechez de sus esquinas les ponía a maniobrar como el camión de la basura para cuadrar aquellas motos interminables y…
Pero dejemos a un lado a los escandinavos, que por sí solos merecen quizá una entrega completa de este particular universo de la moto. Tal vez algún día me ponga a ello, quién sabe.
La mañana en la que muchos amanecimos sobrecogidos por la noticia del estúpido asesinato de John Lennon, Willoby extendió una bandera inglesa sobre la nevera de su moto y encima de ella superpuso una foto del ya difunto beatle. Recorrió todo Barcelona exhibiendo aquel peculiar estandarte, un homenaje particular a un visionario que para él había abierto una nueva senda por la que perderse explorando. El día siguiente amaneció con un ejemplar de La Vanguardia en el que aparecía una foto de Willoby ocupando dos tercios de su portada. Posaba de pie junto a la parte trasera de su moto, y el arco de la boca de metro de Liceo servía de fondo al mismo tiempo que enmarcaba la imagen. Lucía su chaqueta de piel vuelta ribeteada por una línea inquieta de flecos y cruzaba una bota de tacón cubano con la otra. La nevera de la moto, por supuesto, aparecía cubierta con la bandera inglesa arropando la foto de John Lennon.
Willoby se entregaba más a ese espíritu libre y errático que a la propia pasión por la aventura; aunque lo cierto es que a lo largo del tiempo en el que me mantuve en contacto con él, me daba la impresión de ser más bien un explorador de los límites que marcan las prohibiciones que un mero transgresor de las mismas, y un individuo que no dudaba en desafiar a la fortuna, cuantas veces fuese necesario, si con ello conseguía definir su propio destino. Creo que el ejemplo más palpable de cuanto digo lo encontré una tarde anochecida de invierno, al concluir otra jornada más de mensajero.
Había pasado tal vez un par de semanas desde la última vez que me había dejado caer por el frankfurt. La mayoría de los mensajeros se apiñaba en el interior del local, que mantenía la puerta celosamente cerrada y los cristales empapados por un vapor de aceite recalentado, mostaza industrial y tabaco enrarecido. Apenas llevaba unos minutos reanimando mis músculos ateridos dentro de aquella atmósfera mundana cuando se dejó oír tras la puerta y los cristales el estruendo de dos Ducatis. Delante aparcó la Vento de un personaje y su pareja, habituales ambos del particular rebaño que allí se reunía, y detrás de ellos se detuvo el Gran Willoby con su joya artesanal. Cuando los motores se apagaron, escuché comentar entre la concurrencia un rumor admirativo:
“Se van a Salzburgring”
CONTINÚA EN
http://www.foroharley.com/f12/gran-willoby-ii-parte-22893/#post338013
Dado que algunos de vosotros han vertido elogios y aplausos en forma de comentarios (a mi modo de ver un tanto exagerados, palabra), pues he pensado que tal vez les apeteciera invertir unos minutos en una lectura para motoristas, que, desgraciadamente, pienso, no hay demasiadas que digamos.
Espero que os resulte ameno.
Muchas gracias.
EL GRAN WILLOBY
Corría el otoño... Dejadme que recuerde el año... sí, era 1.980.
Una tarde terminé mi jornada de trabajo haciendo una entrega en la propia base de Mensajeros Radio. Al salir, di unos pasos por la acera de la calle Casanova hasta volver por la izquierda el primer chaflán, el que dobla con Rocafort. Allí encontré el frankfurt en el que se reunía lo más granado de la mensajería de entonces -la única en todo el país- rodeado además de una orla confeccionada a base de extraños personajes venidos de todas las partes de Barcelona. Una pequeña jungla entramada por una fauna variopinta que parecía cuidadosamente escogida para habitarla.
El Sangloso, anunciando su llegada con una nariz de Bergerac sobre su 500 S-2 y, por si no lo habías visto, con un almibarado acento criollo al bajarse de ella. Jordi el Facha: gabardina, Lotusse, Ray Ban y bigote de Antonio Garisa para hacer horas extra como detective de medio pelo; Carlos el Minué, de semblante hierático y Ford Escort para los domingos de mal tiempo; Álvaro el Hippie: con una coleta que sólo soltaba la mano del alcohol, un Land Rover con baca y escalera y una moto que nadie vio nunca; Jordi el buzo, parlanchín y eternamente sonriente; le llamaban El Buzo porque no bebía, se sumergía; y, en medio de aquel ramillete de folletín, él: El Willoby.
El gran Willoby…
No había visto la película. Entonces era complicado, sin vídeos ni CDs, no hablemos ya de Internet. Había oído hablar de Easy Rider y tenía una vaga idea de su relación con el mundo hippie, pero no me parecía entonces un símbolo tan emblemático de aquel movimiento como lo podía ser, por ejemplo, Hair -la ópera-rock- o las crónicas que llegaban del lejano festival de la isla de Way.
Willoby me habló de la idiosincrasia de esta película, del mensaje errante y vagabundo que transmitía sin el más mínimo ápice peyorativo. También me habló de cómo la película mostraba permanentemente el valor de la amistad en su estado más puro: Una amistad gratuita y espontánea, sin razones ni intereses, sin ni siquiera vínculos ni roces. El concepto de la amistad entre dos seres humanos por la simple razón de que sus caminos se han encontrado en un punto y después se vuelven a separar, tal vez para siempre. La propia existencia de Willoby era como un camino sin origen y sin otro fin que transitar por la vida para disfrutarla con toda su intensidad y en toda su extensión. Un tipo sin estúpidas ataduras ni compromisos de convenio formal, sin primas ni hipotecas, sin incentivos ni penalizaciones. Willoby: Un tipo con amigos de cualquier clase y en cualquier parte.
Sí, amigos como aquel grupo de noruegos que venían cada verano desde Oslo encaramados sobre sus Haleys completamente artesanales, sin otra amortiguación bajo el trasero que la presión de su neumático de VW escarabajo y sin otra protección contra el rigor de la ruta que el delgado espumado del asiento: apenas un forro del guardabarros para separar la carne de la crudeza de la chapa. Llegaban con el culo de chicle: igual que el de un mandril. Hacían una turné por las calles del Barrio Chino, donde la estrechez de sus esquinas les ponía a maniobrar como el camión de la basura para cuadrar aquellas motos interminables y…
Pero dejemos a un lado a los escandinavos, que por sí solos merecen quizá una entrega completa de este particular universo de la moto. Tal vez algún día me ponga a ello, quién sabe.
La mañana en la que muchos amanecimos sobrecogidos por la noticia del estúpido asesinato de John Lennon, Willoby extendió una bandera inglesa sobre la nevera de su moto y encima de ella superpuso una foto del ya difunto beatle. Recorrió todo Barcelona exhibiendo aquel peculiar estandarte, un homenaje particular a un visionario que para él había abierto una nueva senda por la que perderse explorando. El día siguiente amaneció con un ejemplar de La Vanguardia en el que aparecía una foto de Willoby ocupando dos tercios de su portada. Posaba de pie junto a la parte trasera de su moto, y el arco de la boca de metro de Liceo servía de fondo al mismo tiempo que enmarcaba la imagen. Lucía su chaqueta de piel vuelta ribeteada por una línea inquieta de flecos y cruzaba una bota de tacón cubano con la otra. La nevera de la moto, por supuesto, aparecía cubierta con la bandera inglesa arropando la foto de John Lennon.
Willoby se entregaba más a ese espíritu libre y errático que a la propia pasión por la aventura; aunque lo cierto es que a lo largo del tiempo en el que me mantuve en contacto con él, me daba la impresión de ser más bien un explorador de los límites que marcan las prohibiciones que un mero transgresor de las mismas, y un individuo que no dudaba en desafiar a la fortuna, cuantas veces fuese necesario, si con ello conseguía definir su propio destino. Creo que el ejemplo más palpable de cuanto digo lo encontré una tarde anochecida de invierno, al concluir otra jornada más de mensajero.
Había pasado tal vez un par de semanas desde la última vez que me había dejado caer por el frankfurt. La mayoría de los mensajeros se apiñaba en el interior del local, que mantenía la puerta celosamente cerrada y los cristales empapados por un vapor de aceite recalentado, mostaza industrial y tabaco enrarecido. Apenas llevaba unos minutos reanimando mis músculos ateridos dentro de aquella atmósfera mundana cuando se dejó oír tras la puerta y los cristales el estruendo de dos Ducatis. Delante aparcó la Vento de un personaje y su pareja, habituales ambos del particular rebaño que allí se reunía, y detrás de ellos se detuvo el Gran Willoby con su joya artesanal. Cuando los motores se apagaron, escuché comentar entre la concurrencia un rumor admirativo:
“Se van a Salzburgring”
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