moriwoki
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Hola a todos.
Estoy seguro de que la mayoría de los que llevan ya unos cuantos años dentro del mundo de la moto y que ahora disfrutan de una Harley pasaron tiempo atrás por una de ellas. Estoy seguro, en cualquier caso, que a los más y menos jóvenes de vosotros os ha llegado la leyenda de este pequeño y simpático vehículo, duro como el pedernal y agradecido como el perro sin raza.
¿Quién no sabe lo que es una Vespa?
Yo también lo ha sabido.
UNA VESPA EN LA NIEBLA
Unos dicen que el motor, incluso que su sonido de turbina, se asemeja al de un secador de pelo. Otros, más cómicamente, que, por la posición del piloto sentado sobre ella, recuerda a una taza de váter. El caso es que el curioso origen de su propulsor dentro del mundo de la aviación y su paso ocasional, como un premio de lotería, al de las dos ruedas merecen por sí solos un documental del Canal Historia.
Ha sido un agradecido medio de transporte para nuestros padres o abuelos, que en aquellos tiempos en los que fueron sus propietarios vivieron sus modestas aventuras de juventud. Vacaciones a la playa, viajes de novios o escapadas a ríos y pantanos de fin de semana, La Vespa se adaptaba a cualquier necesidad de transporte. Qué remedio.
Yo descubrí también la Vespa por pura necesidad; sin embargo mi necesidad era completamente distinta de la de nuestros padres y abuelos. Yo me introduje en el mundo de la Vespa por la necesidad de correr, porque se me presentó la oportunidad de correr por primera vez en las 6 Horas Internacionales Vespa de Barcelona.
A raíz de ello, adquirí una de las primeras unidades del modelo 200 que llegué a cargar de artilugios y cachivaches más allá de la obsesión. Tenía la intención de usarla a diario y en cualquier condición, por eso y por un absurdo capricho, llegué a adquirir en el primer Carrefour que se estableció en Barcelona un faro Cibié y un piloto trasero adicional para hacerla visible dentro de la niebla.
Esperé ansioso noche tras noche a que apareciese el tenebroso elemento; ya desde el atardecer oteaba el horizonte y examinaba con detenimiento la evolución que iba siguiendo la atmósfera, pero pasaron los días y más de una semana sin un solo jirón de niebla, tampoco aparecían en las previsiones meteorológicas para la capital y sí, en cambio, tras las sierras más próximas; por eso llegué finalmente a la conclusión de que si la montaña no venía a mí…
Una noche de noviembre, casi entrada la madrugada, tomé el camino de El Puerto del Ordal. Flotaba en el ambiente una cierta humedad cargada como con un campo eléctrico que hacía previsible esa esperada niebla, aunque sin ser tampoco un anuncio directo. Lo que sí era un buen presagio es ese olor a humo rancio y metálico con fui encontrándome al adentrarme en la autovía, ese olor que no identifica a ninguno de sus ingredientes, algunos artificiales y otros contaminantes, que se mezclan para formarlo revueltos por la tenue brisa dentro de la coctelera atmosférica. Encendí el piloto trasero en cuanto comencé a respirar ese aire iónico, dejando Molins de Rey tras el intenso bermellón reflejándose sobre el asfalto como una estela incandescente al paso de la Vespa.
Era la una de la madrugada cuando hice una curva, dos; las dos primeras del puerto de El Ordal y, para mi regocijo, apareció la niebla. Una niebla que se fue densificando en cuanto ascendí las rampas más empinadas y que en algún momento me llegó a hacer sentir que dejaba de ser el dueño de la situación. Pero ahí apareció, extendiéndose desde la aleta, con una alfombra de amarilla luminosidad, el haz del fantástico Cibié. Por fin, qué satisfacción.
Corté un poco el gas y contemplé por medio segundo el aura roja resplandeciendo detrás, proyectándose sobre la atmósfera opaca como en una pantalla de cine. ¡Doble satisfacción!
Disfruté del resto de la ascensión de una extraña intimidad entre la Vespa y yo, establecida dentro de esa habitación semiesférica que, como el recogimiento de un iglú, formaban las dos luces antiniebla.
Cuando alcancé la cima, dejé unos minutos el motor al ralentí, y aunque el Cibié prendía a ese ritmo apenas como una luciérnaga, me permití el lujo y la satisfacción de dar una caladas a un Winston mientras contemplaba los jirones de niebla atravesando aquella trémula franja amarillenta.
CONTINÚA
Estoy seguro de que la mayoría de los que llevan ya unos cuantos años dentro del mundo de la moto y que ahora disfrutan de una Harley pasaron tiempo atrás por una de ellas. Estoy seguro, en cualquier caso, que a los más y menos jóvenes de vosotros os ha llegado la leyenda de este pequeño y simpático vehículo, duro como el pedernal y agradecido como el perro sin raza.
¿Quién no sabe lo que es una Vespa?
Yo también lo ha sabido.
UNA VESPA EN LA NIEBLA
Unos dicen que el motor, incluso que su sonido de turbina, se asemeja al de un secador de pelo. Otros, más cómicamente, que, por la posición del piloto sentado sobre ella, recuerda a una taza de váter. El caso es que el curioso origen de su propulsor dentro del mundo de la aviación y su paso ocasional, como un premio de lotería, al de las dos ruedas merecen por sí solos un documental del Canal Historia.
Ha sido un agradecido medio de transporte para nuestros padres o abuelos, que en aquellos tiempos en los que fueron sus propietarios vivieron sus modestas aventuras de juventud. Vacaciones a la playa, viajes de novios o escapadas a ríos y pantanos de fin de semana, La Vespa se adaptaba a cualquier necesidad de transporte. Qué remedio.
Yo descubrí también la Vespa por pura necesidad; sin embargo mi necesidad era completamente distinta de la de nuestros padres y abuelos. Yo me introduje en el mundo de la Vespa por la necesidad de correr, porque se me presentó la oportunidad de correr por primera vez en las 6 Horas Internacionales Vespa de Barcelona.
A raíz de ello, adquirí una de las primeras unidades del modelo 200 que llegué a cargar de artilugios y cachivaches más allá de la obsesión. Tenía la intención de usarla a diario y en cualquier condición, por eso y por un absurdo capricho, llegué a adquirir en el primer Carrefour que se estableció en Barcelona un faro Cibié y un piloto trasero adicional para hacerla visible dentro de la niebla.
Esperé ansioso noche tras noche a que apareciese el tenebroso elemento; ya desde el atardecer oteaba el horizonte y examinaba con detenimiento la evolución que iba siguiendo la atmósfera, pero pasaron los días y más de una semana sin un solo jirón de niebla, tampoco aparecían en las previsiones meteorológicas para la capital y sí, en cambio, tras las sierras más próximas; por eso llegué finalmente a la conclusión de que si la montaña no venía a mí…
Una noche de noviembre, casi entrada la madrugada, tomé el camino de El Puerto del Ordal. Flotaba en el ambiente una cierta humedad cargada como con un campo eléctrico que hacía previsible esa esperada niebla, aunque sin ser tampoco un anuncio directo. Lo que sí era un buen presagio es ese olor a humo rancio y metálico con fui encontrándome al adentrarme en la autovía, ese olor que no identifica a ninguno de sus ingredientes, algunos artificiales y otros contaminantes, que se mezclan para formarlo revueltos por la tenue brisa dentro de la coctelera atmosférica. Encendí el piloto trasero en cuanto comencé a respirar ese aire iónico, dejando Molins de Rey tras el intenso bermellón reflejándose sobre el asfalto como una estela incandescente al paso de la Vespa.
Era la una de la madrugada cuando hice una curva, dos; las dos primeras del puerto de El Ordal y, para mi regocijo, apareció la niebla. Una niebla que se fue densificando en cuanto ascendí las rampas más empinadas y que en algún momento me llegó a hacer sentir que dejaba de ser el dueño de la situación. Pero ahí apareció, extendiéndose desde la aleta, con una alfombra de amarilla luminosidad, el haz del fantástico Cibié. Por fin, qué satisfacción.
Corté un poco el gas y contemplé por medio segundo el aura roja resplandeciendo detrás, proyectándose sobre la atmósfera opaca como en una pantalla de cine. ¡Doble satisfacción!
Disfruté del resto de la ascensión de una extraña intimidad entre la Vespa y yo, establecida dentro de esa habitación semiesférica que, como el recogimiento de un iglú, formaban las dos luces antiniebla.
Cuando alcancé la cima, dejé unos minutos el motor al ralentí, y aunque el Cibié prendía a ese ritmo apenas como una luciérnaga, me permití el lujo y la satisfacción de dar una caladas a un Winston mientras contemplaba los jirones de niebla atravesando aquella trémula franja amarillenta.
CONTINÚA